La interpretación principal del laberinto es a través de su simbología, como metáfora de la trayectoria vital humana.
Quien se adentra en él, tiene ante sí de inmediato el objetivo. Aunque la distancia puede parecerle corta, la maraña del camino lleva alrededor del centro y después incluso más lejos, hacia los recovecos del laberinto. Paulatinamente surgen las preguntas: ¿estoy yendo por el buen camino?, ¿tiene sentido continuar? Y, entre tanto, la meta hace mucho que desapareció de nuestra vista.
Tarde o temprano, se vuelve cerca del lugar de partida, por lo que no se aprecia ningún progreso. Después de haber caminado mucho, ahora casi se vuelve al punto inicial. Pero el camino parece girar de nuevo hacia el centro. Y después, de una forma repentina e imprevista, uno se encuentra en el centro.
La distancia entre el punto de partida y el centro en los laberintos de las iglesias góticas es de aproximadamente 6 metros y, de hecho, se recorren unos 240 metros. El camino es 40 veces más largo y no hay ningún atajo, por lo que debe recorrerse y experimentarse en todo su recorrido. La única alternativa posible es permanecer quieto, renunciar al camino. Pero, desde luego, esto no conduce a la meta. Al recorrerlo, no podemos evitar o saltar ninguna etapa: las curvas o cambio de sentido, las buenas o malas experiencias, todos los días y todos los pasos. Uno camina y camina y tiene la sensación de que, con cada paso que da, está retrocediendo.
El laberinto contiene once galerías. En el Cristianismo, en número once simboliza la imperfección. Cuando iniciamos el camino lo hacemos siempre como seres humanos imperfectos, con todos los fallos y errores que ello comporta. Nadie puede escapar a este hecho, ni siquiera aquellos que inician una búsqueda sincera y devota. La imperfección y la culpa no pueden desvincularse de la trayectoria vital humana.
El laberinto es una señal que apunta que el camino del ser humano hacia su propio interior requiere un gran esfuerzo. La velocidad y la falta de entrega no sirven de nada. Quien quiera sentir en su interior a Dios y el sentido de la vida, ha de saber que se está aventurado y, por lo tanto, debe estar dispuesto a seguir el camino en todas sus curvas y en toda su desconocida extensión.
El laberinto es un símbolo de la vida, incluso cuando ésta marcada por la imperfección, el sufrimiento, el distanciamiento, la confusión, el fracaso y los momentos difíciles, el laberinto es un nuevo aliento y una invitación a ponerse en camino. Nos animará a seguir porque hay una meta: al final del camino se encuentra el centro.
“Nadie está tan cerca como para no poder llegar muy lejos.
Nadie está tan lejos como para no poder encontrar el centro.
Ninguno de los tramos del camino es más decisivo que todo el camino en su conjunto:
la proximidad y la lejanía, el principio y el fin”
Wilhelm Müller
“Laberintos”
Pattloch Verlag, Ed. Mens Sana
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Verónica DAgostino
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